Para muchos es un compositor anónimo, porque en sus composiciones no buscó la publicidad, sino que fueran el espacio para plasmar el amor a su tierra natal y a su identidad.
Como alfarero del canto, modeló en su abecedario joven, la greda antigua que perfiló su esencia y de ese cántaro fresco nutrió su silvestre idioma.
Lalo no dejaba jamás de sorprenderse frente a un nido con pichones o las dulces promesas de las abejas del campo.
En el patio fresco de su casa elevo los más altos sueños. Y en La Plata, su tierra de adopción, encontró almas paralelas para regresar en el canto, en la figura de “Los Fogoneros”.
Sus años dedicados al canto, al estudio de la música y a componer, trascendieron el círculo íntimo del folklore platense donde siempre se lo valoró y requirió.
Al asumir su compromiso como poeta, sabía que estaba anudando a su destino a la trama infinita de la palabra. Como dijo María Elena Barrionuevo “sabía además, que el río pasa, las piedras no… y vivía con la premura de su propio río interior, en la necesidad de dejar un poco de su vida en cada nota y toda su música en el claro pentagrama de sus horas”
Grupos como Los Chalchaleros captaron su sensibilidad de poeta y lo incluyeron entre sus compositores, y Los Zorzales grabaron temas de él.
Posteriormente jóvenes como Federico de la Vega, que no llegaron a conocerlo, también grabaron y se enamoraron de su obra.
Nos dejo de enseñanza, que el tenaz viento seguirá afinando su violín en los alambrados. Y su palabra, que abrió una brecha azul en las latitudes del canto, y que será por siempre un himno de la vida a la vida.
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